La casa es el resultado de una sumatoria de intervenciones que en el transcurso de dos siglos convirtieron un antiguo jardín de servicio en una residencia familiar autónoma. De construcción tradicional en adobe y teja, elevada sobre la calle por un corte irregular del terreno, su crecimiento desarticulado alrededor del estrecho patio genera un laberinto de escenarios interiores y exteriores, que se suceden independientes de una lectura global del edificio. La austeridad de las intervenciones, la extrema sencillez constructiva, su carácter espontáneo, su casi ausencia de fachada o de decoración, la aproximan más a las construcciones rurales que a las edificaciones republicanas que conforman en su mayoría el Centro Histórico de Quito.
El problema fundamental de toda rehabilitación se refiere a la adecuación entre un contexto construido y una intervención contemporánea, que respete los valores del contexto sin renunciar a la coherencia de una actuación desde el presente. En este caso, la rotunda sencillez de la construcción tradicional se potencia desde una sensibilidad minimalista: será la desnudez, como idea rectora, la que vincule lo antiguo con lo nuevo. Los muros, macizos, austeros, muestran su grosor sin intermediarios entre sí y las ventanas o las puertas: ventanas como huecos, puertas sin marcos. Armarios, aseos, estanterías, luces, se resuelven como perforaciones en las paredes gruesas, en una composición abstracta de agujeros. En la nueva cocina, el cemento tosco del mesón continúa en los pisos y en los huecos de la pared. La antigua lavandería se convierte en escultura que incorpora piedras, agua, sonido y luz.
Grosor y desnudez se vinculan también con el tipo de vida que se busca: regeneración, descanso, recarga, vacío, esencia, significación, intensidad, encuentro. En la zona de integración, los espacios se conectan entre ellos sin puertas, generando largas visuales diagonales y enfatizando la profundidad de la vivienda. En la escalera que separa lo social de los espacios privados, el sol sobre la textura excavada del adobe remarca la transición hacia lo íntimo: estrecharse, subir, salir a la luz y volver a entrar. La escalera llega y sale del mismo lado, se enrosca, evita la mirada, enfatiza el grosor protector y el misterio. El dormitorio principal es una caja selectiva que separa el mundo exterior del espacio esencializado de la pareja: cama y tina, cuerpo y sueño. En las paredes, dos grandes cuadrados simbolizan la intensidad de esta reducción expresiva radical, donde el yo se proyecta: blanco sobre blanco, manchas de cemento. Malevich y Rothko.
La casa no permite ser habitada con la asepsia de una vivienda convencional, sino que aporta condiciones de ambigüedad, mezcla, fricción, roce. El roce con la naturaleza en la permanente utilización de los espacios exteriores como elementos de distribución y de paso, donde la lluvia, el sol o el viento forman parte de la experiencia cotidiana. El roce entre los usuarios a través de los espacios concatenados, de la ausencia de pasillos que privaticen las estancias. El roce de los usos, con continuidades espaciales en funciones normalmente segregadas, como el aseo incorporado al dormitorio, la gran tina que puede ser parte de lo íntimo o del espacio familiar. El roce de las épocas y la superposición de tiempos: arqueología secreta de la casa en el antiguo sótano-horno ahora abierto hacia la sala, sin más función que la de mostrar la presencia de un pasado perdido, de engrosar la dimensión temporal de la casa.
El tiempo, que participa también de la rehabilitación, no solo por la superposición de intervenciones, de usos y ocupantes, de episodios en su historia que aún no terminan. También por una construcción concebida como proceso inacabado, que se prolonga en la acción misma de habitar la casa, de conocerla e interpretarla desde la vivencia directa, de descubrirla y transformarla poco a poco.
Autoría: José María Sáez / Mónica Moreira
Localización: Quito, Ecuador
Año: 1995-2005
Fotografías: José María Sáez
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Publicado: Jun 27, 2013